Se miró al espejo y odió lo que este le entregaba, la visión reiterada e inescapable de su decadencia completa.
Al comienzo de su camino había soñado con dejar alguna especie de huella, si no en el mundo, en su país; luego había anhelado tan solo impactar en su ciudad, y finalmente se había resignado a dejar huella solo en quienes lo conocieran. Pero ni siquiera eso le había sido concedido. No realmente.
Había pensado en un cuchillo, pero debía admitir que no era capaz de tanta furia física. Luego meditó en la posibilidad de un arma de fuego, pero eso hubiese requerido de destreza, y ya no tenía tiempo de desarrollarla, ni ganas.
Cada crepúsculo, paseaba como una bestia cautiva por la pequeña rotonda, viendo cómo los demás reían, conversaban, y hasta se enamoraban como cachorros alegres en su hábitat natural.
Mas él no. Tal vez los otros sospecharan o percibieran alguna verdad fundamental de su persona, algo evidente para cualquier otro pero invisible para él. Quizás era una confabulación que sus rasgos generaban espontáneamente por donde fuera.
Lo cual es solo otra forma de decir lo mismo: algo andaba mal con él. Y no había escapatoria.
Habían pasado varias horas, supuestamente. Para él no. Las luces de las oficinas de los profesores, ya cerradas, y las que alumbraban los pasillos, cubiertas por la elegante neblina limeña como un tul gris mecido por el viento, eran ahora sus únicas compañeras.
Al menos las tenía a ellas. Durante el día solo tenía el rumor que suscitaba su presencia, cuando era notada por sus condiscípulos, pero aún ese rumor duraba poco.
Ahora, solo el silencio. Aunque no era un silencio total.
Algo, o alguien, permanecía en el edificio de la Facultad. Él podía sentirlo. Una presencia lejana y leve.
Empezó a caminar por los pasillos. Como era costumbre en la universidad, cada puerta tenía una especie de visor, un rectángulo de vidrio a modo de ventanuco, por donde podía verse el interior. Medida precautoria, pensó: por definición, las universidades están llenas de jóvenes pletóricos de hormonas. No sería nada extraordinario ver alguna pareja en pleno ardor, cuerpos embebidos en sudorosos encuentros de carne contra carne.
No es que algo así le hubiera sucedido nunca a él. Pero podía sospecharlo y hasta había llegado, un par de veces, a atisbar meteóricas vistas de ese tipo de actividad clandestina. También otros tipos: chicos fumándose un porro de marihuana, profesores de asquerosa libido tratando de extraer cierta malsana y vicaria satisfacción del hecho de hacer que alguna jovencita se quedara más allá del final de la clase con ellos; y alumnos copiando respuestas en los exámenes, por supuesto.
¿Y si ahora tuviera suerte? Miró a su alrededor y empezó a andar por los pasillos, asomándose a cada uno de los ventanucos. Los vigilantes dejaban las luces encendidas toda la noche, lujo de universidad particular. Pero todo estaba desierto, al menos superficialmente.
Por fin, llegó hasta el origen del pequeño rumor que había percibido antes: Virna, la secretaria, estaba compaginando lo que a primera vista parecían documentos o exámenes.
La había detectado antes que ella a él. Apenas la vio a través del vidrio sucio del ventanuco se hizo a un lado para no ser visto. Luego pegó la oreja a la madera de la puerta, sin respirar, con el bombo cardíaco retumbando entre sus costillas. Ningún ruido extraordinario desde el interior, ningún paso acercándose súbitamente a la puerta para ver quién estaba ahí afuera, a aquellas horas. Era evidente que Virna no lo había percibido.
Juntó todo su valor y volvió a asomarse. Virna era una mujer de unos treinta años muy bien llevados: aún era soltera, sin hijos, y parecía dedicar todo su tiempo fuera de labor y todo su resto del magro salario a su cuidado personal: solía vestirse comparativamente bien, maquillarse con esmero, y parecía evidente que la flexibilidad de sus movimientos era fruto de ejercicios diarios.
Por unos segundos, él se olvidó de sí mismo y, con el ojo derecho asomado a la esquina inferior del ventanuco, siguió con deleite cada uno de sus gestos. El cabello negro y ondulado resbalaba desde los hombros al cuello cada vez que se inclinaba para extraer otra resma de papel del pequeño mueble que servía de base a la impresora. Sus senos morenos, que su deseo percibía perfectamente redondos y asombrosamente consistentes, parecían a punto de escapar de su escote.
Existen momentos misteriosos en toda interacción humana. Por ejemplo, justo en ese instante Virna dirigió sus grandes ojos negros hacia la puerta.
Muchos años después él seguiría recordando aquel momento y preguntándose qué la había alertado. Estaba aseguro de no haber hecho ruido.
Escuchó un pequeño grito, mientras la veía incorporarse rápidamente. Luego el taconeo breve, rápido, enérgico, acercándose hacia la puerta. Acercándose a él.
Como un actor que acabara de escuchar la indicación para ingresar a escena, decidió en una fracción de segundo lo que iba a hacer, y abrió la puerta.
Una parte de su mente —una gran parte— se sorprendió tanto o más que la solitaria secretaria.
—¿Eres tú?—dijo Virna. —¿Qué estás haciendo acá a estas horas?—. El tono le era familiar: era la indudable inflexión de alguien que ha sido importunado.
—Eh…—por un instante, se quedó sin palabras, pero se recuperó. —Me quedé estudiando…—. Aunque la frase se oyó natural (al menos para él mismo), se reprochó de inmediato: sonaba a excusa, y lo rebajaba de inmediato ante ella.
—Pues ya va siendo hora de que te vayas a descansar, estarán preocupados en tu casa…—Virna había asumido de nuevo su rol de secretaria de Facultad, y su actitud ya era imperiosa y algo autoritaria mientras su lenguaje corporal (los brazos orientados hacia la puerta) le ordenaba, sin palabras, desalojar ese espacio.
—¿Te puedo ayudar?—no había terminado de vocalizar las palabras y ya se estaba odiando. Por más esfuerzo que hiciera, siempre terminaba sonando a adolescente, a niño asustado. Y estaba harto, harto de eso. Harto. —Te ayudo— añadió, como un anuncio y ya no como una sugerencia.
—No te preocupes, ya estoy por terminar también——.
Pero él ya había empezado a cargar una resma más de papel.
—Ya no es necesario, ya acabé—declaró Virna, acercándose resueltamente a él, y cogiendo el paquete de papel de entre sus brazos.
Él sintió la suavidad de sus delgados brazos trigueños contra sus manos. —Te va a pesar, yo lo hago—, anunció, aferrándose al paquete.
Ella había forcejeado, él dejó caer el paquete de papel mientras le cogía los brazos. La resma cayó sobre los pies de Virna, quien lanzó un grito de sobresalto y dolor; él trató de confortarla, la abrazó, pero ella logró interponer sus antebrazos y empezó a resistir.
Quizás el último instante de brevísimo placer para él fue cuando logró reducirla y, luego de taparle la boca con su palma, la oprimió contra su cuerpo.
Ella empezó a gritar de verdad. En un gesto totalmente absurdo, lo primero que intentó para acallarla fue darle un beso, el primer beso que había dado a una mujer en su vida, pero solo logró que ella lo mordiera y esquivara y gritara a todo lo que le daban los pulmones.
Así que rodeó su cuello delgado con sus manos, una vez más lo rechazaban, ¿la vida era acaso solo rechazos, resistencia, insultos y elusión?
Se permitió por primera vez expresar toda su ira: apretó hasta que toda la resistencia se disolvió en un desmayo.
El peso de un cuerpo insconsciente entre sus brazos de pronto fue demasiado y no pudo evitar que ella cayera. El retumbe de su cuerpo contra el piso de balsosas sonó ominoso y terrible, pero al fin se hizo el silencio.
Entonces corrió hacia el ventanuco para ver si algún vigilante se acercaba. No vio a nadie. Apagó todas las luces, cerró desde dentro y volvió hacia donde ella estaba tendida.
—Disculpa, disculpa…—empezó a lloriquear, mientras le acariciaba el rostro. Hubiera querido levantarla, abrazarla, pero de pronto sentía los brazos agarrotados como si acabara de terminar una pelea de boxeo.
Se había jurado que aquel era el último día de la vida miserable y lastimera que había llevado; nunca se imaginó que ese poderoso deseo matutino terminara cumpliéndose.
Empezó a besarla. Necesitaba aprovechar mientras aún estaba tibia.