(Epígrafe: “El diseño no solo configura objetos; configura las posibilidades mismas de existir en el mundo.”)
Vivimos aún bajo el eco de un imaginario de control heredado de la modernidad: la creencia de que todo fenómeno puede ser previsto, modelado y dominado. Esta cosmovisión, que tanto impulsó la ciencia como la ingeniería, ha sido también su límite más estructural. La modernidad, en su afán de orden, depuró la ambigüedad hasta el extremo de volverla indeseable; y con ello, construyó sistemas frágiles, intolerantes a la incertidumbre. Frente a ello, pensar el diseño desde la complejidad, la polifonía y el flujo no es un gesto estético, sino político.
Morin, en La Méthode, nos recuerda que todo sistema vivo es un “auto-eco-organismo”: se organiza a sí mismo al tiempo que coevoluciona con su entorno. El diseño, entendido en esta clave, deja de ser una práctica instrumental para convertirse en un proceso de coadaptación. “La vie est une boucle où l’organisation produit l’organisation qui la produit.” (“La vida es un bucle donde la organización produce la organización que la produce”). Esta circularidad es profundamente contraria a la lógica de control moderno, que pretende aislar variables, fijar condiciones y eliminar la contingencia.
Lizcano, por su parte, ofrece una lectura más radical sobre los imaginarios que sustentan nuestras racionalidades. En Imaginario colectivo y creación matemática, señala que “la raison moderne voulut bannir le mythe, mais elle ne fit que le remplacer par un autre” (“la razón moderna quiso desterrar el mito, pero no hizo sino sustituirlo por otro”). Ese mito es el del número, la medida, la exactitud: una confianza casi teológica en la precisión como sinónimo de verdad. Lizcano desvela cómo la matemática moderna no es solo un lenguaje neutro, sino una mitología ordenadora que invisibiliza la dimensión simbólica del conocimiento.
Su reflexión sobre el “cero” es reveladora: el cero, que representa la nada, es al mismo tiempo condición de toda posibilidad; es la apertura del campo simbólico que permite contar, medir, proyectar. En el pensamiento clásico occidental, la idea de la nada resultaba inconcebible; el vacío era sinónimo de ausencia, no de potencia. Pero el sincretismo entre los imaginarios orientales y occidentales —donde el vacío (śūnyatā) es plenitud latente— permitió que el cero ingresara a la matemática europea y liberara su potencia creativa.
Desde esta mirada, la armonía no se confunde con la uniformidad, ni la eficiencia con la reducción. En la música, como recuerda Lizcano, no hay armonía sin diferencia, ni melodía sin disonancia: “toda armonía es polifónica, todo orden es relacional”. Esta noción es crucial para repensar los principios de diseño contemporáneo: la eficiencia fraccionada, que optimiza partes en detrimento del todo, no es eficiencia sistémica. Lo que hoy llamamos eficiencia suele ser un espejismo termodinámico: reducir costos locales a costa de aumentar la entropía global.
Aquí converge con Taleb, quien en Antifragile sostiene que “the opposite of fragile is not robust, but something that gains from disorder” (“lo opuesto de frágil no es robusto, sino algo que mejora con el desorden”). Taleb introduce una ética del desequilibrio: lo vivo no resiste el cambio, lo necesita. Los sistemas antifrágiles prosperan en la volatilidad porque están diseñados con asimetrías, amortiguadores y capacidad de mutar. Si aplicamos esto al diseño, el desafío no es crear estructuras perfectas, sino ecologías adaptativas.
El “skin in the game” de Taleb —tener piel en el juego— puede leerse aquí como un principio ético de diseño: sólo puede considerarse buen diseño aquel en el que el diseñador, el usuario y el entorno comparten riesgos y beneficios. La distancia instrumental, propia del paradigma moderno (“yo diseño, tú usas, la naturaleza provee”), se reemplaza por una ética de implicación. Diseñar antifrágilmente es aceptar que todo sistema que no se expone al error, muere en la rigidez de su éxito pasado.
La tensión entre el control y el flujo atraviesa la historia del diseño contemporáneo. Desde los manifiestos modernistas de la Bauhaus hasta el minimalismo funcionalista de Jonathan Ive, la estética de la pureza ha convivido con el deseo de orden total. Ive —quizás sin proponérselo— fue uno de los diseñadores que mejor materializó la ilusión moderna de control absoluto: superficies limpias, geometrías cerradas, interfaces invisibles. Pero incluso en esa depuración extrema hay un eco de armonía matemática que, paradójicamente, roza lo poético.
En los sistemas termodinámicos industriales —la producción de energía, los procesos químicos, la manufactura—, este conflicto se vuelve literal. La eficiencia local se traduce en rigidez global: un sistema perfectamente optimizado es también un sistema incapaz de adaptarse. Las cadenas de suministro “just in time”, símbolo de la racionalidad moderna, mostraron su fragilidad durante la pandemia: la mínima perturbación las desarticuló. Lo mismo ocurre con los sistemas urbanos hiperconectados o con las arquitecturas de software que privilegian la centralización sobre la resiliencia.
El diseño se ha vuelto, en muchos sectores, un commodity. Se prioriza el volumen, los kilos, los metros cuadrados de diseño entregado, no su capacidad para aprender, mutar y sostener. La paradoja es que cuanto más optimizamos el proceso, más empobrecemos su propósito. Volvemos a Taleb: lo que es optimizado hasta el límite deja de ser resiliente. La antifragilidad, en cambio, implica holgura, redundancia, margen de error. Y en el plano estético, implica aceptar la imperfección como principio generador.
Pero hay precedentes de otra racionalidad de diseño. Buckminster Fuller, con su principio de “doing more with less”, entendía la eficiencia no como austeridad sino como sinergia: la capacidad de un sistema para desplegar más función con menos tensión. Janine Benyus, con la biomimética, propone que el mejor diseño no es el que impone una forma al entorno, sino el que aprende de él. “Life creates conditions conducive to life”, dice Benyus; la vida diseña ambientes donde la vida puede seguir diseñando.
Estas perspectivas reintroducen el mito —en el sentido que Lizcano reivindica— en el corazón del pensamiento técnico. El mito aquí no es superstición, sino imaginación estructurante: la capacidad de concebir mundos posibles. Si la modernidad se sostuvo en el mito del control, la complejidad propone el mito del flujo, la coevolución, la diversidad como fuente de inteligencia. “Penser, c’est dialoguer avec l’incertitude.” (“Pensar es dialogar con la incertidumbre”), nos recuerda Morin.
Aceptar la incertidumbre no es rendirse al caos, sino encontrar la forma de bailar con él. En la música, la disonancia no destruye la armonía; la renueva. En el diseño, el error no destruye la belleza; la humaniza. Por eso, la verdadera madurez de un sistema no se mide por su estabilidad, sino por su capacidad de renacer.
El diseño contemporáneo vive una inflexión epistemológica. Tras décadas de hegemonía del paradigma ingenieril, comienza a redescubrir su dimensión poética. No se trata de oponer razón y emoción, sino de integrar la racionalidad imaginaria de Lizcano —que reconoce el poder simbólico de toda forma— con la auto-eco-organización de Morin y la antifragilidad de Taleb. De ese cruce emergen principios que podrían orientar una nueva ética y estética del diseño.
El primero es el principio de resonancia: todo diseño debe dialogar con el contexto que lo sostiene. No hay forma sin fondo, ni objeto sin medio. Esta resonancia no es decorativa; es metabólica. El segundo, el principio de plasticidad: todo sistema debe poder reconfigurarse ante lo inesperado, sin perder su identidad. El tercero, el principio de asimetría ética: quien diseña debe participar de los efectos de su diseño, no solo de sus beneficios. Y finalmente, el principio de polifonía: el diseño es un acto coral; su inteligencia emerge de la diferencia, no de la uniformidad.
Estos principios no son recetas; son imaginarios en construcción. Son intentos de diseñar desde el entendimiento de que toda forma es temporal, todo equilibrio es precario, y toda belleza es dinámica. La eficiencia real —la sistémica— no se alcanza reduciendo la complejidad, sino habitándola.
Volvemos entonces al punto inicial: si queremos evolucionar y coevolucionar, debemos actualizar nuestro imaginario. La animadversión hacia la incertidumbre ha sido el gran inhibidor de nuestra creatividad colectiva. Los viajes interplanetarios, la sostenibilidad del planeta, e incluso la posibilidad de convivir con otras formas de inteligencia, dependen menos de nuestra tecnología que de nuestra capacidad de concebir un mundo donde el desorden no sea enemigo, sino maestro.
La próxima era del diseño no será la de la predicción perfecta, sino la de la adaptación lúcida. Una era donde diseñar no sea controlar, sino componer; no imponer, sino resonar; no cerrar el sistema, sino abrirlo a la posibilidad. En última instancia, el diseño —como la vida misma— será antifrágil o no será.
Benyus, J. (1997). Biomimicry: Innovation Inspired by Nature. Harper Perennial.
Fuller, B. (1969). Operating Manual for Spaceship Earth. Southern Illinois University Press.
Lizcano, J. L. (2006). Metáforas que nos piensan: sobre ciencia, democracia y otras poderosas ficciones. Gedisa.
Lizcano, J. L. (2002). Imaginario colectivo y creación matemática. Gedisa.
Morin, E. (1977–2004). La Méthode. Seuil.
Taleb, N. N. (2012). Antifragile: Things That Gain from Disorder. Random House.
Prepared by John Ramírez, Independent Researcher & Strategic Analyst, specializing in Data, Governance, and National Security Strategy. Draft version prepared in the style of Chatham House publications. In review – October 2025.
© Chatham House, The Royal Institute of International Affairs, 2025