20668_Reto 2. Utillajes de la geopolítica
Actividad 1.
La geopolítica, como subdisciplina académica, participa del debate entre ‘estructura’ y ‘agencia’, dos términos fundamentales en el estudio de las dinámicas que se producen en las Relaciones Internacionales. En palabras de Flint, los agentes operan dentro del marco creado por unas estructuras que les facilitan oportunidades para alcanzar sus objetivos mediante la toma de decisiones. Sin embargo, éstas también limitan sus acciones y no les permiten actuar libremente (Flint 2016).
Así, se podría definir estructura como el contexto en el que los agentes establecen sus ‘relaciones de poder’ para ejercer su voluntad, bien por medio de la fuerza –hard power– o de la diplomacia –soft power– y generando, respectivamente, unos elementos de poder tangibles o intangibles. El poder material –tangible– se manifiesta en la dimensión relacional y engloba aspectos como geografía, población, economía, recursos, ejército y tecnología; por su parte, el poder intangible integra la dimensión estructural y lo conforman las normas –leyes del derecho internacional–, los principios generales –la Carta de las Naciones Unidas, por ejemplo– y las reglas del juego, que caen en el terreno de las influencias y permiten a los poderosos imponer su agenda en temas diversos (Vidal 2022).
En lo que respecta a la agencia, se trata del conjunto de actores que disponen de la habilidad, la capacidad y la autonomía para afectar al devenir geopolítico. Éstos pueden ser estatales, no estatales e incluso colectivos más reducidos como las élites políticas, económicas o culturales (Vidal 2022).
Aproximando estos conceptos al conflicto entre Israel y Palestina, a nivel estructural se aprecian raíces históricas desde la disolución del Imperio Otomano, cuando la Liga de las Naciones ordenó a la Corona británica, entonces soberana en la región, acomodar a la población judía, un movimiento que comenzó con la Declaración Balfour de 1917 y se consolidó en 1947 tras la II Guerra Mundial (BBC 2024). No obstante, las fronteras inicialmente acordadas no se han respetado e Israel, de manera progresiva, ha ocupado tierras tanto en Gaza como en Cisjordania, aprisionando a la población gazatí. A su vez, controlan los recursos naturales de sus vecinos imponiendo bloqueos militares: el 80% de los pozos de agua dulce, los campos de cultivo, el sector pesquero y las reservas de gas de Palestina (De Argüelles 2024). Por si fuera poco, la alianza estratégica de Israel con EE.UU. le sitúa a la vanguardia mundial en potencia militar y tecnológica, dos de las dimensiones del poder material frente a las que Palestina no puede competir.
En cuanto a los agentes, numerosos líderes y grupos disponen de intereses en la región. Netanyahu, actual primer ministro israelí y artífice del fracaso de los Acuerdos de Oslo de 1993, sigue con su plan de imponer un ‘apartheid’ en Gaza (BBC 2024). Joe Biden, presidente estadounidense, declaró en su etapa de senador que “Israel es la mejor inversión que hemos hecho. Si no existiera, Estados Unidos tendría que inventar uno para proteger sus intereses” (De Argüelles 2024). La Autoridad Nacional Palestina está enfrentada con Hamás, grupo artífice de los ataques terroristas de octubre de 2023. El conflicto de Israel con otros estados árabes como Irán, o Líbano de la mano de Hezbolá, aviva las tensiones en la zona. Las acciones diplomáticas de la UE, con Josep Borrell a la cabeza, no han surgido efecto. También hay presencia de organizaciones como la BDS –Boycott, Divestment, Sanctions–, la UNRWA de la ONU para los refugiados palestinos y otras, claros ejemplos de agentes geopolíticos en esta crisis.
Por todo ello, las relaciones de poder entre las partes en conflicto se encuentran desbalanceadas. La estructura israelí es mucho más poderosa debido a su ventaja geográfica, económica, militar y tecnológica, lo que permite que sus agentes dispongan de un contexto muy favorable para imponer su narrativa sobre la opinión pública, especialmente en las esferas de poder occidentales bajo el control de EE.UU. y de las numerosas élites judías presentes en el ámbito económico y cultural.
En cambio, Palestina cuenta con el apoyo mayoritario de la comunidad internacional, como la ONU y la UE, en busca del reconocimiento de un estado musulmán soberano en la región.
Actividad 2.
Modelski, en sus trabajos sobre geopolítica, diseñó el ‘modelo de ciclos largos’ para analizar las RRII. Partiendo de planteamientos realistas que defienden que el poder naval es fundamental para alcanzar una posición hegemónica, añadió también una dimensión intangible, vista en el apartado anterior, para explicar cómo los actores transmiten a sus competidores la idea de su poder sin llegar a tener que manifestarlo (Vidal 2022).
Este modelo orbita en torno a los llamados ‘liderazgos globales’, en ciclos de 120 años y comprendidos en 4 fases, entre el ascenso y el declive de un líder mundial, generalmente propiciado por la llegada de un contendiente (Vidal 2022). Las fases son las siguientes:
- Guerra global: conflicto entre el líder y un aspirante en ascenso.
- Liderazgo mundial: el vencedor del conflicto impone sus ideas al resto.
- Deslegitimación del liderazgo: se empieza a cuestionar el dominio interpuesto.
- Desconcentración del poder: la incapacidad del líder para ejercer el control inicia un nuevo ciclo.
Conocida la teoría, el modelo permite explicar la situación global de hoy en día. La hegemonía de EE.UU., que arrancó a comienzos del siglo XX con la I Guerra Mundial, se encuentra ahora debilitada –fase 4– tras las consecuencias de la crisis financiera de 2008, la inestabilidad política del país y los efectos de la pandemia sobre el comercio. El plazo de su ciclo de liderazgo, que por fechas debería cumplirse en 10 años, se antoja como un vaticinio preciso del momento en el que otras potencias –particularmente China–, que desde hace dos décadas han comenzado a discutir la reinante unipolaridad estadounidense, puedan igualar o sobrepasar sus niveles de poder e influencia globales.
La existencia de un conflicto que inicie un nuevo ciclo es una amenaza más candente que nunca según el Doomsday Clock (SASB 2024), situado a 90 segundos para la medianoche, la posición más cercana a la catástrofe en la que se ha encontrado en toda su historia, aupado por alertas nucleares, climáticas, biológicas y tecnológicas, de las que las guerras en Ucrania, Gaza, Líbano, las maniobras militares de Corea del Norte e Irán o las tensiones en el Mar de China Meridional por el control de Taiwán, principal productor de chips semiconductores, son claros ejemplos.
En este escenario se produce el ascenso de China, dispuesta a alterar el statu quo. Con una población que duplica la de EE.UU. y la UE de manera conjunta e imponiendo un ritmo de crucero económico que, según el DataBank del Banco Mundial (BM 2024), le ha llevado a triplicar su PIB en los últimos 20 años, superando tanto a Japón como a la UE y colocándose en segunda posición mundial, unos índices de crecimiento anuales del 5% frente a la media global del 3, sumado a proyectos de financiación como la Nueva Ruta de la Seda –Belt and Road Initiative– (BRI 2024) para establecer nuevos corredores comerciales en África, Medio Oriente y el Sudeste Asiático, además de hacer un uso intensivo de las nuevas tecnologías y globalizar su cultura mediante la apertura de Institutos Confucio en todas las capitales del mundo, China se ha posicionado como una auténtica superpotencia, líder no sólo del bloque de los BRICS –opositores del tradicional G7–, sino de todo el eje oriental del planeta.
Rusia, por su parte, disminuida desde la disolución de la URSS, sigue liderando en ciertas áreas materiales del poder, como en armamento nuclear y energía, pero sus esferas de influencia son cada vez más limitadas, se enfrenta a numerosas sanciones internacionales y la guerra en Ucrania y otros conflictos como el de Siria ocupan el foco de su agenda. Aliados como Corea del Norte, Irán, Bielorrusia, Siria y otros estados antiestadounidenses no parecen disponer de las capacidades para hacer frente a los miembros de la OTAN, mientras que China se ha convertido, por méritos propios, en el agente superior de una relación que, si bien puede ser conveniente para Pekín, se ha tornado necesaria para Moscú.
Desde EE.UU. se considera a China el verdadero rival de presente y futuro y, sin duda, ya no es aquel gigante dormido de principios de siglo, sino una amenaza real para un nuevo ciclo de liderazgo cada vez más cercano en el tiempo.
Actividad 3.
En sentido cartográfico, escala es la relación que se establece entre las dimensiones de un elemento representado en un mapa y su tamaño real. Sin embargo, en geopolítica, hace referencia a la cercanía o lejanía, entendida como profundidad, del nivel de análisis de un determinado fenómeno (Vidal 2022). Estos niveles, además, se ordenan jerárquicamente hasta componer 6 capas:
- Escala global: mirada planetaria con enfoque sistémico.
- Escala continental: análisis centrado en un continente en particular.
- Escala regional: conjunto de países con características comunes y proximidad geográfica.
- Escala estatal: ámbito doméstico de una nación.
- Escala subestatal: basado en las divisiones internas de los países, como autonomías o provincias.
- Escala local: visión hacia las unidades territoriales pequeñas, por ejemplo, pueblos o ciudades.
Con todas estas opciones disponibles, será el observador quien decida dónde colocar el foco de su investigación, pudiendo optar por el análisis a una escala, a varias escalas –superponiendo unas con otras para establecer conexiones desde lo micro a lo macro– o, acorde a las últimas tendencias, transescala, es decir, a través de ellas desde el nivel superior al inferior (Vidal 2022).
Flint apuesta por este enfoque ya que, si bien concuerda en la naturaleza jerárquica de las mismas, no las considera entes separados sino directamente conectados. Las define como constructos surgidos de las decisiones propias de la política, frente a los que un estudio profundo pone de manifiesto que toda acción repercute inequívocamente en varias de ellas simultáneamente (Flint 2016).
Acercar el objetivo al conflicto en Siria, vigente desde hace 13 años pero del que la opinión publica parece haberse olvidado, permite contemplar una guerra civil iniciada tras la ‘Primavera Árabe’ de 2011, reprimida con brutalidad por el gobierno de Bashar al-Assad y que dio lugar a una batalla con múltiples bandos, cada uno con sus intereses tanto globales como regionales y estatales.
De un lado Assad con su socio principal, Putin, el cual trata de asegurar para Rusia alianzas estratégicas en una zona de gran valor para el Kremlin desde hace tiempo –siendo una muestra la invasión soviética de Afganistán de hace casi medio siglo–. De otro, el conjunto de grupos opositores y milicias armadas que les hacen frente, no particularmente cohesionadas ni miembros de un bando común, destacando los kurdos con el apoyo de EE.UU.. Adicionalmente, el Estado Islámico –ISIS–, en su campaña de conquista de Iraq y Siria. Por último, Turquía con sus enfrentamientos al norte del país contra las fuerzas kurdas (Padinger 2024).
En una escala global, cualquier conflicto en Oriente Medio, históricamente, posee ramificaciones que alcanzan dimensiones superiores y afectan a la balanza de poder mundial. Los principales jugadores del tablero internacional, que en este caso concreto son Rusia y EE.UU., buscan asentar sus posiciones y consolidar bases en un territorio clave por su ubicación a nivel geoestratégico. Una victoria rusa fortalecería sus avances en la región, situación que EE.UU. no puede permitir por la proximidad de otro de sus mayores aliados, Israel, cuyos intereses protege y defiende.
Regionalmente, las tensiones en la zona impactan en todos los países cercanos, incluyendo los mencionados Turquía e Israel, pero también Irán, Irak, Afganistán, Líbano, Jordania o Arabia Saudí, entre otros. Además, enlazando con la vertiente económica, la crisis humanitaria con la consiguiente movilización de refugiados, la disrupción de las rutas comerciales y la completa destrucción de infraestructuras terrestres y marítimas suponen un colapso financiero para Siria en especial y, por extensión, un freno al crecimiento de sus vecinos (Laub y Masters 2013).
Aproximando al marco estatal, Siria pende de un hilo a nivel social por una guerra fratricida que no cesa desde hace más de una década. Los muertos alcanzan los cientos de miles, todas las ciudades y núcleos de población han sido derruidos hasta los cimientos y el país depende casi exclusivamente de sus aliados –Rusia e Irán– para subsistir, pero éstos, a su vez, mantienen sus propias agendas.
Se trata, por tanto, de un punto de alto interés geopolítico cuyas repercusiones afectan a las relaciones de poder de otras potencias como China, que pese a no participar activamente en la contienda, dispone en la región de numerosas infraestructuras –poder material– y alianzas –poder intangible–, nutridas gracias al ya anteriormente mencionado Belt and Road Initiative. Es en este proyecto donde el gigante asiático ha depositado gran parte de sus esperanzas a la hora de impulsar su avance hacia occidente con el fin de seguir presionando la ya debilitada hegemonía estadounidense.