El Leviatán es un libro publicado en el año 1651; obra cuyo autor fue Thomas Hobbes —uno de los fundadores de la filosofía política moderna—. Se trata, en palabras del genial filósofo contemporáneo John Rawls, del más grande tratado de pensamiento político en lengua inglesa. Más de tres siglos y medio después —a fines del año 2019, para ser precisos— se estrenó un largometraje que, pese a que seguramente muchos no repararon en ello, constituye una magnífica representación escénica de las principales ideas de Hobbes, así como un estímulo morbosamente atractivo a la reflexión en torno a las mismas. Nos referimos a la ópera prima del director español Galder Gaztelu-Urrutia: El Hoyo. Este metraje, incorporado al catálogo de una plataforma de streaming durante una pandemia de proporciones globales que instó a los gobiernos de numerosos países a decretar estados de emergencia y aislamiento social, no podría haber sido puesto a disposición de la audiencia mundial en una coyuntura más oportuna para su difusión. El día de su estreno en dicha plataforma se posicionó como la película más vista no solamente en su país de origen —España— sino también en Estados Unidos, así como en otros territorios. Para julio de 2020 ya se había vuelto una de las diez películas más vistas en toda la historia de aquella plataforma de streaming1.
En relación al éxito de El Hoyo hay dos puntos a destacar por ser estos dignos de alabanza. En primer lugar, el hecho de que el séptimo arte haya apostado por mostrar al profano sabidurías y doctrinas pretéritas que suelen ser relegadas al interés exclusivo de intelectuales y eruditos. En segundo lugar, la ingente demanda —motivada esta sin duda por la intriga y la curiosidad— que el público demostró por este contenido pese a la proliferación de producciones cinematográficas más convencionales e ideadas para el consumo masivo. Lo que cabría lamentar es algo que no incumbe directamente a la película: que quien pudiera ser estimulado por El Hoyo a instruirse en materia de la doctrina filosófica de Hobbes a un nivel de competencia básico podría verse frustrado una vez se hallase a sí mismo destinando grandes esfuerzos a la lectura de textos abstrusos a la par que extensos. No parecieran existir muchas alternativas en la forma de escritos que ofrezcan nitidez en la exposición y compactibilidad sin incurrir en el menoscabo de rigor académico.
En su libro Lecciones Sobre la Historia de la Filosofía Política Rawls hace un estupendo trabajo explicando el pensamiento de ocho filósofos políticos —Hobbes incluido—. No obstante, si bien el mencionado libro constituye una mejora nada desdeñable respecto a la ardua experiencia de leer el material original, no deja de ser un texto desafiante que a menudo demanda múltiples lecturas para ser comprendido a cabalidad. Es por ello que nos hemos propuesto redactar el presente ensayo de divulgación filosófica —en esencia, una versión accesible y concisa de los capítulos del libro de Rawls dedicados a la doctrina de Thomas Hobbes—.
Téngase por sentado que haremos un recuento de la trama de El Hoyo tanto con fines meramente ilustrativos como —por momentos— también con el fin de motivar y orientar la discusión en torno a algunos aspectos de la filosofía de Hobbes (y sí: esta es nuestra forma de decir spoiler alert). Aconsejamos no efectuar la lectura de este artículo sino hasta después de haber visto el metraje. Primero permítase a sí mismo impresionarse y sobrecogerse con el desasosiego y la impotencia de los personajes ante la abrumadora y catártica coyuntura en la que los guionistas2 los sitúan. Acto seguido, acuda a este ensayo con las nociones incipientes que la película le haya podido dejar. Nosotros le proporcionaremos ayuda para asir esas indómitas divagaciones; prometemos dotar a las mismas de un sustrato inteligible. También puede optar por prescindir de esta recomendación; al fin y al cabo nos hemos esforzado por elaborar una redacción que incluso quienes no hayan visto el largometraje puedan comprender.
Como última observación preliminar debemos reiterar que la instrucción ofrecida en este ensayo no se basa en la lectura del Leviatán —la fuente original— sino en Lecciones Sobre la Historia de la Filosofía Política —obra de Rawls—. Más aun: téngase en cuenta que el libro del que disponemos como referencia no es producto del puño y letra del propio Rawls; se trata de la traducción a castellano publicada por la editorial Paidós. Puede que la interpretación que Rawls hizo de la obra de Hobbes haya distorsionado en alguna medida las ideas originales, y puede que a su vez la posterior traducción haya contribuido con la introducción de más alteraciones. Sobra decir que en el proceso interpretativo que nosotros mismos hemos hecho también podríamos haber distorsionado el verdadero pensamiento de Thomas Hobbes.
Una consecuencia de no contrastar el libro de Rawls con el material original es que podríamos erróneamente atribuir a Hobbes una noción que constituye en realidad una enmienda didáctica hecha por Rawls para transmitir de manera más clara una idea que el autor original podría no haber desarrollado a detalle. Pedimos perdón por todas aquellas ocasiones en que pudiéramos no haber dado crédito a quien realmente corresponde.
Hobbes se propone brindar un conocimiento filosófico de la sociedad civil. Hemos de entender por conocimiento filosófico uno que no busca constatación —mas sí ocasionalmente inspiración— en la historia. El historiador que aborde la cuestión de cómo se constituye la civilidad irá en busca de fuentes escritas que hayan documentado el proceso por el cual un conjunto de comunidades aisladas pasó a ser una sociedad civil integrada bajo una legislación común. Si no logra encontrar fuente alguna no se aventurará a hacer una conjetura. El filósofo, en cambio, asumirá unas premisas básicas y a partir de ellas —haciendo deducciones coherentes— obtendrá una descripción verosímil de qué pudo presumiblemente llevar a la creación de la sociedad civil —entendiendo, además, la sociedad civil como una generalización abstracta, de manera que la descripción obtenida no calzará con los detalles particulares de cómo una sociedad específica comenzó a existir, pero sí arrojará luz sobre por qué el ser humano establece sociedades; qué es lo que le motiva a ello—.
Alternativamente, si bien Hobbes no plantea su filosofía de ese modo, Rawls afirma que podemos enfocar las cavilaciones de aquel no como una descripción tentativa de por qué las sociedades empiezan a existir, sino como una explicación sólida de por qué (al margen del motivo original por el cual hayan sido creadas) estas no se desmantelan espontáneamente.
La argumentación de Hobbes descansa sobre tres premisas fundamentales. A continuación las abordaremos una por una.
Los seres humanos no estamos todos dotados de igual manera —algunos están dotados de mayor fortaleza física, otros sobresalen en cuanto a facultades cognitivas; también los hay aquellos que poseen una singular excelencia en ambos tipos de dones—. Sin embargo, ninguna excelencia en dones es tan singular, tan abrumadora para que resulte imposible a un individuo promedio hallar la manera de acabar con la vida de alguna persona de elevadas facultades.
Es factible eliminar a una persona talentosa sin darle siquiera la oportunidad de hacer uso de sus talentos para defenderse. A modo de ilustración considérese lo siguiente: bajo las condiciones de un cuadrilátero de boxeo —con todas las reglas que aplican en este deporte— el enfrentamiento entre una persona promedio y un boxeador profesional no tendrá otro desenlace sino el vapuleo hasta la inconsciencia de aquella por parte de este. No obstante, toda persona promedio será capaz de urdir e inducir unas circunstancias bajo las cuales un atentado contra la vida del boxeador tenga éxito sin para ello tener que rebasarle en materia de pugilismo —quizá se le puede envenenar de manera, para él, inadvertida; quizá sea plausible granjear su confianza y luego arremeter ni bien baje la guardia—.
Para mayor ilustración tenemos el aforismo never bring a knife to a gunfight —nunca lleves un cuchillo a un tiroteo—. Por muy refinada que pudiera ser la habilidad de un individuo en el arte de manipular armas blancas, este sucumbirá frente a un oponente no tan diestro que haya tomado la previsión de empuñar un arma de fuego en su contra3. De igual modo, toda persona talentosa sucumbirá ante cualquier persona promedio que haya tomado previsiones oportunas. Y si es que un solo conspirador (con los recursos que este pudiera tener a su disposición) no se da abasto para satisfacer las previsiones idóneas para su cometido entonces este puede confabularse con otras personas que compartan interés en llevar a cabo el atentado —ya sea en calidad de compinches con un interés intrínseco, o sicarios cuyo interés en el asunto es condicional a recibir algún tipo de paga—.
Ni siquiera el espécimen más generosamente dotado del género humano cuenta con la garantía de sobrevivir al golpe propinado por una confederación de conspiradores que procuran su declive. Ninguna persona es invulnerable; todos somos susceptibles de perecer a manos del prójimo.
La escasez, muy a nuestro pesar, se trata de un elemento permanente en la vida humana. Ni siquiera viviendo en sociedad, pudiendo tomar parte en transacciones que nos permiten acceder a bienes que nosotros no tenemos la capacidad de producir por nuestra cuenta, logramos exentarnos de la experiencia de carencias materiales.
El mérito que Hobbes atribuye a la sociedad civil a este respecto es el de —si bien no erradicarla— atenuar la escasez; volverla tolerable. Esto lo consigue con el apuntalamiento de los cimientos que confieren al trabajo productivo la cualidad de proporcionar los recursos necesarios para una vida confortable.
Para precisar cuáles son exactamente los cimientos que otorgan viabilidad al trabajo debemos hacernos la siguiente pregunta: ¿son los bienes del prójimo un botín a ser saqueado o unas mercancías a ser negociadas? Equivalentemente: ¿contemplamos al prójimo como una presa potencial o como alguien con quien concertar una transacción? Aun mejor, consideremos la siguiente pregunta: ¿bajo qué circunstancias se constituye el comercio en la modalidad imperante de transferencia de recursos?
Nos encontramos actualmente tan habituados a la predominancia del comercio que lo damos por hecho, como si se tratara de la configuración por defecto del mundo. No solemos detenernos a reflexionar acerca de las circunstancias que inciden en su difusión. Probablemente muchos no tienen presente tampoco el rol sustancial que el comercio desempeña en la conservación de la paz. En aras de efectuar nuestra reflexión de manera estructurada abordaremos los siguientes dos puntos en orden.
En la sociedad mercantil todos somos comerciantes. Las personas que no tienen mercancías en su poder o que no cuentan con los implementos para producirlas ofrecen su trabajo como si de una mercancía se tratase. Lo que esto quiere decir es que aquellas personas buscan tomar parte en un acuerdo por el cual ellas se ponen a disposición de la otra parte para desempeñarse en tareas y encargos a cambio de que la otra parte les haga una transferencia —ora monetaria, ora en especie—. Este tipo de acuerdo es al menos en teoría un instrumento por el cual nadie —ni siquiera los individuos menos afortunados; aquellos que no poseen el utillaje y demás requisitos materiales para la producción— queda excluido de la posibilidad de aprovisionarse de recursos por medios pacíficos.
El comercio de mercancías —en particular aquel tipo especial de comercio en el que la mercancía ofrecida por una de las partes es trabajo— brinda al ser humano la esperanza de obtener por medio de la práctica de un oficio los bienes y artículos materiales necesarios para una vida confortable. Esta esperanza —dice Hobbes— inclina a los seres humanos a la paz. Enseguida abordaremos esta aseveración, y para ello contrastaremos la discusión precedente con la examinación de cómo se adquiere recursos en una sociedad en la cual el comercio no es la modalidad más difundida de transferencia de bienes.
¿Cómo nos imaginamos que sería una sociedad desprovista de comercio? Para los fines de este ensayo no nos interesa imaginar un pueblo que elige deliberadamente renunciar a ser una sociedad mercantil pese a que cuenta con las condiciones para llegar a serlo. Lo que nos concierne es una sociedad hipotética que quiere mercantilizarse y sin embargo se halla impedida de hacerlo. Una afirmación pertinente en relación con este asunto que estamos tratando es la siguiente: toda sociedad mercantil es sociedad civil4.
Una sociedad en la cual no ha sido asentada aún la civilidad es una en la que toda vulneración contra el prójimo es admisible, incluyendo también la vulneración que pudiéramos infligir en defensa propia contra la persona que pretendiera agredirnos en represalia por una injuria pasada. No existe en aquella sociedad un ente rector al que todos autoricen para imponer sanciones. A un eventual vindicador extrajudicial que intentase administrar justicia con sus propias manos se le contemplaría como un agresor más; uno al cual es tan preciso y tan factible oponer resistencia como a cualquier otro. ¿Es concebible que en una sociedad como esta pudiera germinar alguna forma de comercio o intercambio? No. ¿Por qué las partes involucradas en un compromiso habrían de acatar los términos pactados, si el quebrantamiento de promesas no es sancionado? ¿Por qué un individuo buscaría entablar una transacción con otro cuando lo que puede hacer es asesinarle y apropiarse de su patrimonio? ¿Por qué alguien elegiría emplear el trabajo de un hombre libre que demanda una transferencia de recursos, pudiéndosele amedrentar o incluso esclavizar para forzarle a trabajar en beneficio ajeno? La inapelable sospecha de que el prójimo podría soslayar todo escrúpulo y vulnerarnos en atención a sus intereses inmediatos priva de mérito a toda iniciativa de concertación de convenios. Más aun: este terrible temor al prójimo induce a la misantropía; al rechazo de todo tipo de trato e interacción con otras personas —salvo por aquellas con las que se tenga vínculos afectivos que promueven la no agresión—.
Queda claro, pues, que en un pueblo falto de civilidad el lucro (o la adquisición de recursos) debería perseguirse de manera aislada; al margen del prójimo, lejos de él. En caso contrario corremos el riesgo de caer víctimas de algún bribón o alguna banda de bellacos que codician nuestras posesiones o que buscan despojarnos de nuestra libertad para supeditar nuestro trabajo a sus intereses. No obstante, el ser humano no tiene la aptitud para recolectar, extraer, cosechar, ensamblar, preparar, y construir por su cuenta todas aquellas cosas que necesita o desea. En condición de aislamiento el individuo —así como sus familiares y allegados, si es que los tuviera— tendría que resignarse a poco más que procurar su subsistencia. Aspirará a aprovisionarse tan solo de lo indispensable: alimento, ropa, y refugio. Nótese que su capacidad para abastecerse tan siquiera de estos recursos será precaria; dependerá de las condiciones del clima y de la tierra, y de otras circunstancias que asimismo escapan de su control5. Para disponer de mayor variedad y mayor cantidad de recursos —cuestión que puede ser de vida o muerte en períodos prolongados de acentuada escasez— deberá anexarse tierras ya ocupadas; saquear patrimonio ajeno. Es decir, si bien en una primera instancia el individuo puede juzgar conveniente la opción de llevar una vida retraída con la esperanza de no tornarse en la presa de un asaltante, tarde o temprano la baja productividad del trabajo le obligará a retractarse de su retiro y salir —cual depredador— en busca de presas, incluso aunque con ello se exponga a terminar siendo eliminado él mismo.
Ya para finalizar la ilustración de esta premisa reiteraremos —ahora a la luz de toda esta reflexión— que la escasez en una sociedad civil que cultiva el comercio es tolerable. Lo es porque —en teoría; abstrayéndonos del desempleo y de todas las patologías económicas (y de otra índole) que inciden en ello— el comercio pone en manos del individuo la facultad de acceder mediante el trabajo a los recursos que requiere y anhela. No se halla compelido —como sí lo estaría en una coyuntura incivil— por la precariedad del trabajo en solitario y por el difícil acceso a insumos de producción a ejercer el latrocinio, el saqueo, el pillaje, la usurpación, y toda otra actividad que demande el detrimento físico y material del prójimo para la obtención de beneficio propio.
Para ilustrar la última de las premisas permítasenos plantear una pregunta: ¿es el ser humano racional o razonable?
Nuestra pregunta seguramente será recibida con la petición de que precisemos a qué nos referimos con cada una de estas palabras. Por razonable entendemos una conducta o disposición que se adhiere a la justicia, a la imparcialidad, y a la cooperación. En contraste, la persona que se conduce a sí misma de manera racional es una persona que está en busca de la promoción de su propio bienestar, y de sacar ventaja de la situación en la que se encuentre —así ello implique perjudicar al prójimo—.
A decir verdad, toda persona está facultada para ser racional y para ser razonable. El propio Hobbes no nos condena como seres que padecen de una racionalidad patológica. Concede que podemos ser benévolos, que podemos desear el bienestar del prójimo, y que podemos conducirnos de manera honrada. En línea con estas observaciones manifestó Hobbes lo siguiente: “lo que presta a las acciones humanas el sabor de la justicia es una cierta nobleza o galanura (raras veces hallada) en virtud de la cual resulta despreciable atribuir el bienestar de la vida al fraude o al quebrantamiento de una promesa6”. La cuestión clave aquí es la apostilla que escribió entre paréntesis: raras veces hallada. Las personas en las que prima lo razonable por sobre lo racional son tan raras, tan inusuales que no podemos confiar en que alguna persona dé prioridad en su pensamiento y en su acción a lo razonable.
Vale decir que esta jerga es autoría de Rawls —Hobbes no se expresa en términos de la racionalidad y la razonabilidad; no usa esas palabras—. También vale decir que, según Hobbes, la jerarquía de los intereses que las personas tienen es esta.
Estos intereses se asumen comunes a todos los seres humanos. Algunas personas pueden tener otras aspiraciones a las que asignan mayor importancia —por ejemplo, quizá un ferviente devoto daría al cumplimiento de sus obligaciones con Dios una mayor importancia que a la conservación de su vida—, pero otras personas no compartirán ese esquema —está claro que un ateo o un agnóstico no contaría aquello dentro de sus intereses—. Rawls afirma que estos tres son intereses fundamentales, y lo que quiere decir con ello es que estos son los intereses que permanecen una vez que —haciendo un ejercicio mental— despojamos a las personas de las aspiraciones específicas que pudieran tener por motivos particulares de índole cultural, religiosa, o psicológica.
En realidad Hobbes no requiere para su argumentación convencernos de lo poco probable que es que las personas asuman una conducta razonable en general. Basta con observar que cuando sus intereses fundamentales están comprometidos las personas son proclives a tornarse predominantemente egoístas. Esto que acabamos de decir seguramente no requiere ilustración, pero daremos una de todos modos. Considérese el famoso dilema del tranvía. Se trata de una situación hipotética en la que un individuo puede accionar una palanca para cambiar a su antojo el rumbo que seguirá un tren, mismo que va camino a una bifurcación. En cada una de las dos ramas de la bifurcación hay una persona atada a la vía férrea. Detener el tranvía no es opción; una de las personas tendrá que morir irremediablemente. Sea el operador de la palanca un padre de familia, y asumamos que su hijo tiene la mala fortuna de encontrarse atado a la vía férrea en una de las ramas de la bifurcación. ¿Conducirá el operador de la palanca al tren hacia la rama en la que se encuentra la otra persona con tal de salvar la vida de su hijo? Si en aquella otra rama se encontrasen atadas cien personas, ¿estaría el padre de igual modo dispuesto a sacrificarlas?. Es indudable que la respuesta de muchos padres de familia a ambas preguntas sería afirmativa: sí serían capaces de cometer no meramente un asesinato sino una masacre si es que ello supone la supervivencia de su amado vástago —esto en conformidad con el segundo interés fundamental del ser humano (el bienestar de los seres queridos)—.
El dilema del tranvía tiene un supuesto implícito: que el operador de la palanca no tendrá que rendir cuentas por sus actos. La enunciación de este supuesto —el cual asumiremos que es de conocimiento del operador de la palanca— no hace más que terminar de consolidar su decisión. Esto último no es un detalle menor; la argumentación que procederemos a hacer a continuación partirá del supuesto de que toda persona puede —y sabe que puede— vulnerar a cualquier otra persona con impunidad.
La tesis de Hobbes —término acuñado por Rawls— se expresa en la siguiente aseveración: el estado de naturaleza es un latente estado de guerra que aguarda por estallar.
A propósito de lo anterior, debemos dejar claro que el estado de guerra al que Hobbes se refiere no es una guerra explícitamente declarada. Se trata más bien de una batalla que nunca termina de anunciarse y en la cual no tenemos certeza de estar participando, pero que en cualquier momento podríamos vernos obligados a librar. Rawls ofrece una esclarecedora cita procedente del Leviatán en la cual se describe el estado de guerra como una situación que “no consiste solamente en batallar, en el acto de luchar, […] sino en la disposición manifiesta a ello durante todo el tiempo en que no hay seguridad de lo contrario”.
Habiendo enunciado la tesis de Hobbes, ofreceremos ahora un sustento para ella. La sustentación consiste en mostrar que a partir de los rasgos de conducta e inclinaciones que han sido puestos de manifiesto con las tres premisas y con sus respectivas ilustraciones se obtiene, haciendo un ejercicio de inferencia, la conclusión de que el estado de naturaleza conduce a un estado de guerra. Se trata esta de una inferencia basada en las pasiones del ser humano.
Nuestro procedimiento de inferencia7 consta de dos pasos: primero deducir cuál sería en el estado de naturaleza la consecuencia de toda disputa, luego argumentar que —también en el estado de naturaleza— la disputa es ubicua.
Partamos por la explicación del concepto del estado de naturaleza. El concepto al que este término hace alusión es la ausencia de civilidad; la ausencia de una autoridad soberana que funja la regencia del pueblo. Asumir el supuesto del estado de naturaleza es asumir que nadie tiene la prerrogativa de exigir cuentas por las vulneraciones que un miembro del pueblo pudiera infligir sobre otro —y, por consiguiente, que toda persona puede cometer esas vulneraciones con impunidad; sin temor a consecuencia alguna8—. Esto es precisamente lo que asumiremos.
Pasemos ahora a las premisas. La primera premisa versa acerca de la preocupante facilidad con la que todo ser humano puede infligir sobre cualquier otro la más grave de las vulneraciones: acabar con su vida. Por otro lado, en el estado de naturaleza no hay fuerza disuasiva que obligue a los individuos a no contemplar el asesinato como una medida viable para sofocar disputas. Luego, toda disputa se convierte en una ocasión para perder la vida. Esto, a su vez, resulta desafortunado porque la conservación de la vida es el más apremiante de los intereses fundamentales del ser humano.
La tercera premisa nos informa de que cuando el ser humano ve comprometido alguno de sus intereses fundamentales es de esperar que este se desprenda de todo escrúpulo y adopte una disposición propendiente a la agresividad. Por tanto, si es que un individuo se halla envuelto en una disputa —o incluso si es que cree estarlo— incapacitará o eliminará a su presunto adversario antes de que este pudiera tener la oportunidad de vulnerarle. En otras palabras, tras anticiparse a la posible agravación de la disputa —misma que podría devenir en violenta contienda—, todo individuo se apresurará a someter (ora por incapacitación, ora por asesinato; quizá por extorsión9) a su aparente adversario.
Nótese que, en conformidad con la ilustración que dimos de la tercera premisa, este sometimiento preventivo es un acto concebido desde la racionalidad. El ser humano, en su afán por sacar ventaja en una situación que compromete a su más grande interés fundamental, identifica (quizá erróneamente) a un individuo que podría tornarse en un agresor. Ni siquiera le consta que eso es lo que vaya a suceder —no tiene certidumbre en relación a las intenciones del prójimo; no puede discernir quién atacará de quién no—, pero prefiere sacrificar la vida del prójimo —o, cuando menos, atormentarle de manera brutal— antes que exponerse a sí mismo o a sus seres queridos a ser sacrificados en pos del beneficio de aquel.
Ya fue puesto de manifiesto el hecho de que en estado de naturaleza toda disputa —sea esta objetiva y patente, o anticipada sin que el prójimo haya dado aún muestras de antagonismo— es precusora de violenta escaramuza o de alevoso y fulminante golpe. A continuación invocaremos la segunda premisa para afirmar que en estado de naturaleza las disputas se suceden una tras otra, de modo que los enfrentamientos no se constituyen en escaramuzas aisladas, sino en una gran conflagración de la cual todos forman parte —bellum omnium contra omnes—.
La manera en que hemos enunciado la segunda premisa es “siempre que los recursos escaseen tú y yo tendremos que disputar”. En la ilustración de dicha premisa, no obstante, introdujimos y discutimos una acotación: la disputa por la escasez de recursos surgirá en el estado de naturaleza, y ello se explica porque en dicho estado la productividad del trabajo es paupérrima, lo cual a su vez convierte a la depredación en el método más redituable de aprovisionamiento de recursos.
A menudo el pillaje y el saqueo requerirán la fuerza de múltiples individuos. Los bellacos y los bribones se confabularán para tomar por asalto las comunidades aledañas y reclamar las tierras sobre las cuales estas se habían asentado. Luego, entre los conquistadores —mismos que no poseen vínculos afectivos que les inhiba de agredirse los unos a los otros— se suscitará la discordia por discrepancias respecto a cómo efectuar el reparto del botín, dando así lugar a una segunda escaramuza. La tercera escaramuza surgirá cuando una segunda fuerza invasora —viendo en la fragmentación de la primera fuerza una oportunidad— arremeta para hacerse con el ansiado botín. Una cuarta escaramuza se dará ora por conflicto interno entre los miembros de aquella segunda horda conquistadora, ora por colisión con una recién llegada banda de bribones que anhelan lo conseguido por sus predecesores. Se trata, evidentemente, de un bucle.
Quien opte por ejercer la usurpación o latrocinio en solitario aspirará a botines mucho menos copiosos que aquellos a los que podría acceder si se confabulase con otros individuos. Con toda seguridad no le bastará una sola incursión para procurarse medios que satisfagan no solamente sus necesidades presentes sino tambén sus necesidades futuras. Lo único que le podría otorgar la confianza de contar con lo necesario para saciar sus necesidades venideras sería la apropiación de tierras arables, pero por su cuenta no posee la fuerza suficiente para agenciarse parcelas ajenas10. Es decir, quien opte por ser un depredador solitario tendrá que hacer más esfuerzos —esto es, más incursiones; más enfrentamientos librados— para conseguir tan siquiera en el corto plazo recursos para sí mismo y para su familia —y los recursos que aspiraría a conseguir son bienes de consumo inmediato, no tierras que brindan una cosecha futura—.
En conclusión, quien forme parte de una banda de saqueadores ha de estar listo no solamente para el enfrentamiento contra bandas rivales, sino también para eventuales escaramuzas con sus propios compinches. Quien sea un depredador solitario no tiene compinches que podrían vulnerarle, pero se ve en la necesidad de librar más enfrentamientos en el corto plazo. Y quien por alguna razón no es depredador —pero sabe que toda disputa pone su vida en peligro— tendrá que estar presto a defenderse y a repeler con ímpetu y denuedo a quien se le aproximase. De este modo queda establecida la ubicuidad de la disputa en estado de naturaleza. Más aun: con esto hemos demostrado que en estado de naturaleza todos tienen disposición propendiente a la guerra y al ejercicio de la violencia.
La película El Hoyo provee un relato detallado de cómo el estado de naturaleza acaba convirtiéndose en estado de guerra. La premisa del guión sitúa a Goreng —el protagonista— en un recinto cuya ominosa esencia no termina él de asimilar sino hasta que se ve a sí mismo amordazado y atado a la cama, con un hombre llamado Trimagasi reclinándose para hacerle oír estas estremecedoras palabras: “tal vez no me atacará ni hoy ni mañana, pero con el tiempo empezaría a verme de otro modo. El hambre desata la locura, y en esos casos es mejor comer que ser comido”.
Es menester, a fin de examinar cómo terminaron enfrentados Goreng y Trimagasi, detenernos a describir el recinto en el que se desenvuelve la película. Se trata de una estructura vertical; una torre que resulta de apilar una sobre otra varias cámaras de hormigón. Cada cámara presenta una abertura rectangular en el centro del techo y otra en el centro del suelo, ambas lo suficientemente grandes para que pueda transitar a través de ellas una amplia plataforma flotante cargada de alimento. Sería posible para quien se encontrase en un determinado nivel de la torre trasladarse a cualquiera de los dos niveles contiguos de no ser porque cada cámara mide aproximadamente seis metros de alto. Es decir, para ascender al nivel adyacente superior habría que hallar la manera de escalar seis metros, y para descender al nivel adyacente inferior habría que estar dispuesto a soportar el daño que causaría una caída de seis metros. Realmente las aberturas no fueron pensadas para permitir a los individuos transitar entre las cámaras; lo único que se desplaza a través de ellas es la mencionada plataforma11.
La plataforma flotante hace su recorrido de arriba hacia abajo, haciendo una parada de pocos minutos en cada cámara. El acervo de alimento que la plataforma alcanza a llevar a un determinado nivel es lo que resta luego de que las personas de los niveles precedentes han tenido oportunidad de comer. En cada nivel, por cierto, hay dos individuos. La cámara de Goreng no es excepción; de ahí que dicho ambiente tenga otro ocupante —a saber: Trimagasi—.
En el Centro Vertical de Autogestión —que es el nombre del recinto— las plantas están numeradas de manera descendente. Es decir, el nivel más alto —el primero en recibir la visita de la plataforma— es el nivel 1. Así pues, el nivel 48 —aquel al cual Goreng y Trimagasi son asignados al principio de la película— viene a ser la cuadragésimo octava parada en el itinerario de la plataforma. La implicación de esto es correctamente deducida por Goreng: les toca comer las sobras de noventa y cuatro personas. Afortunadamente el acervo cargado por la plataforma es suficiente para que, incluso después de que todas esas personas han comido, Goreng y Trimagasi consigan alimentarse. Esta buena fortuna, sin embargo, no es en modo alguno perdurable; al cabo de cada mes las parejas son permutadas de manera aleatoria. Es posible que les toque ser asignados a un nivel al cual la plataforma llegue desprovista de todo ápice de alimento. Incidentalmente, eso es justo lo que termina ocurriendo: al inicio de su segundo mes en el recinto, Goreng despierta en el nivel 171. En este punto transcurre aquella escena que describimos al principio: Trimagasi —pese a haber congeniado con su compañero durante el mes anterior— inaugura un estado de guerra entre Goreng y él mismo tras incapacitarle y además declarar sin ambage alguno su intención de canibalizarlo.
Si bien el propio Trimagasi refiere que “el hambre desata la locura” en verdad su comportamiento, lejos de ser la errática, arbitraria, y disparatada conducta de un hombre privado de la facultad de raciocinio, es de hecho la manera racional de proceder en aquella situación. Él mismo se encarga de explicar la deliberación que precedió a sus actos: dice que la indisponibilidad de alimento habría deteriorado de manera indefectible la amistad entre ellos; que no podrían evitar desconfiar el uno del otro y que esa misma desconfianza terminaría por desatar el conflicto y el crimen. Esto no es sino una paráfrasis de una deducción que nosotros mismos hemos hecho ya: toda disputa se agravará hasta devenir en violencia y destrucción. Es en atención a la salvaguardia de su vida y de su integridad física —el primer interés fundamental del ser humano— que Trimagasi toma la iniciativa de propinar un golpe antes de que Goreng pudiera tener la oportunidad de agredirle a él. Goreng, por su parte —en pos de su propio interés— intenta negociar con su adversario: “podemos sobrevivir solo bebiendo agua12”. “Es posible que usted resistiera” —le replica Trimagasi intransigente; concernido con su subsistencia— “pero yo ya soy un hombre viejo. He de pensar que el próximo será mi último mes aquí, y si sobreviviera… ¿qué ocurriría si nos tocara de nuevo un mal nivel?”.
Nótese que Trimagasi no siente un particular entusiasmo por el tormento al cual somete a su compañero. Esto se hace patente en su esfuerzo por deshumanizar a Goreng llamándole ‘caracol’ —la situación se hace más llevadera para él al convencerse de que su presa no es otro ser humano semejante a sí mismo—. No es Trimagasi un monstruo ni tampoco un redomado verdugo; tan solo es víctima de la desconfianza. Bien mirado, nosotros mismos (los espectadores del metraje) también lo somos. ¿En virtud de qué, sino, es que ponemos cerrojo a la puerta de la vivienda antes de acostarnos para dormir? ¿Por qué, asimismo, escondemos o guardamos bajo llave nuestras pertenencias?, ¿acaso no denota esto último un recelo desbordante que nos lleva a desconfiar ya no digamos de algún individuo cualquiera sino incluso de los familiares con los que compartimos vivienda?
El estado de guerra es el espantoso paroxismo de la desconfianza. Una desconfianza tan visceral acerca de las intenciones del prójimo que la misma nos termina compeliendo a emprender una acometida de manera anticipada, antes de que el otro pudiera hacer lo mismo en nuestra contra.
Vale decir que durante toda su estancia en el Centro Vertical de Autogestión —de ahora en más CVA— Goreng llegará a tener dos compañeros más, cada uno asignado tras el deceso del anterior. Trimagasi termina muriendo a causa de un deus ex machina. Tras eso Goreng tendrá que compartir cámara con Imoguiri en el nivel 33, quien al mes siguiente —luego de observar que les ha tocado el nivel 202— se suicida. Finalmente, el último compañero de Goreng será Baharat, con quien le tocará compartir cámara en el nivel 6. Ni con Imoguiri ni con Baharat vuelve a tener Goreng una contienda similar a la que tuvo con Trimagasi. El porqué de esto es interesante y, a fin de afianzar los conceptos que venimos discutiendo, dedicaremos algunos párrafos a ello.
La desconfianza es una pasión irremediable del ser humano, misma que se encuentra profundamente arraigada en su naturaleza. Sí tiene remedio, no obstante, la forma más exacerbada de la misma —el estado de guerra—. Una desconfianza moderada nos permite a todos llevar una vida pacífica y apacible. En contraste, el estado de guerra no permite tal cosa. Hemos de afirmar, por consiguiente, que el estado de guerra puede y debe ser remediado. Con respecto a cuál es el aludido remedio, la sustentación que ofrecimos de la tesis de Hobbes arroja pistas: sabemos que este paroxismo de desconfianza surge por la sospecha (albergada por todo individuo) de que el prójimo recurrirá a la violencia para dar fin a las disputas en las que pudiera verse involucrado. Tal pareciera, pues, que el estado de guerra se remedia o bien erradicando todo tipo de disputas o bien desincentivando por medio de sanciones el ejercicio de la violencia. Obsérvese que dentro del CVA no existen tales desincentivaciones; toda vulneración contra cualquier persona se puede efectuar sin recibir castigo por ello. Entonces, si acaso a lo largo de un determinado mes observamos una coexistencia pacífica entre dos individuos, ello solo puede atribuirse a que por fortuna no surgen disputas entre los mismos.
Ahora bien, un motivo frecuente de disputas es la escasez de recursos materiales en un contexto en el cual la adquisición de los mismos no es viable por medios pacíficos. Fuera del CVA, de vuelta en el mundo al que estamos habituados, casi todas las sociedades humanas han optado por tornarse en sociedades mercantiles. Para explicar el porqué de esto no hace falta entrar en el detalle de la historia detrás de la mercantilización, basta con observar que hay al menos un motivo racional para desear la difusión de la actividad mercantil —a saber, el hecho de que el comercio permite el aprovisionamiento pacífico de recursos—. Desgraciadamente no puede haber mercado de ningún tipo en el CVA; no pueden los individuos que tienen la mala fortuna de encontrarse en un nivel profundo lavar la ropa de los que se encuentran en niveles altos (u ofrecerles a estos cualquier otro servicio) a cambio de comida. Las razones para esto son nítidas. Supongamos que la pareja del nivel 60 pretende llevar a cabo esa transacción con la pareja del nivel 40. Pues bien, ¿qué pueden hacer los del nivel 40 para impedir que los ocupantes de las diecinueve plantas intermedias agoten todo el alimento antes de que la plataforma llegue al nivel 60? Por su parte, ¿cómo podrían los del nivel 60 —una vez que ya hubieren concluido el lavado— devolver la ropa a sus dueños? ¿Cómo podrían hacer ascender la ropa a través de los ciento veinte metros verticales que separan su planta del nivel 40? El diseño vertical del CVA es claramente adverso al trueque entre plantas.
Fijemos nuestra atención en Trimagasi. Contemplémoslo en el nivel 48, hallándose surtido de alimento en adecuada medida. Su compañero es Goreng, un sujeto conversador que no busca problemas con nadie. ¿Qué conflicto o disputa podría surgir entre estos caballeros? Ninguno. Ahora cambiemos las condiciones de fondo. Ubiquémoslos en el nivel 171. Contemplemos nuevamente a Trimagasi, esta vez desamparado; imposibilitado de conseguir comida por medio del trueque o por cualquier otro medio pacífico. De pronto se erige la antropofagia en el único método para saciar la necesidad básica de la ingesta de alimento. Con esto surge a su vez la disputa por determinar quién se come a quién, lo cual constituye recién la inauguración del estado de guerra.
El hecho de poder estar en un sentido judicial facultado para vulnerar a quien sea —es decir, el hecho de poder hacer tal cosa con impunidad— no es suficiente motivo para hacer uso de esta facultad. Tan solo echaremos mano de ella ante las disputas, y ello no necesariamente en virtud de que nosotros mismos seamos personas inescrupulosas, sino movidos por el acuciante peligro de que el adversario pudiera serlo. Si es que en las interacciones de Goreng con Imoguiri y luego con Baharat nadie echa mano de esta facultad es por la sencilla razón de que hacerlo no hace falta, pues el trasfondo subyacente a todas esas interacciones es uno en el que el alimento no escasea. Dicho sea de paso, sí podría haberse inaugurado un estado de guerra entre Goreng e Imoguiri cuando les tocó pasar un mes en el nivel 202, pero ella acabó con su propia vida antes de que eso pudiera suceder.
Para dar finalmente por zanjada esta cuestión: puesto que nadie puede dar fe de no ser sensible al influjo de la desconfianza, condenar a Trimagasi como un monstruo es en verdad admitir que todos somos monstruos en letargo.
Llegados a este punto podemos preciarnos de saber qué es exactamente el estado de guerra y cómo este se origina. El siguiente asunto a tratar concierne a las iniciativas que pudieran ensayarse con el propósito de darle fin al mismo; de remediarlo. En la trama de El Hoyo el primer personaje en encarnar un afán por traer orden al recinto es Imoguiri. La manera en que ella pretende hacerlo es mediante el diálogo y la persuasión. Goreng, quien tras sobrevivir a la contienda con Trimagasi adopta una concepción hobbesiana del ser humano, entiende que la cohesión social y la suscripción a conductas razonables solo se conseguirán bajo coerción. Entiende que lo único capaz de aplacar y disciplinar las pasiones de la gente es una fuerza apabullante que disuada a cada quien de cometer actos adversos al sosiego y la concordia.
El estado de guerra es aborrecido por todos porque se trata de un trasfondo sumamente hostil a la salvaguardia de los intereses fundamentales del ser humano. Es una coyuntura —en palabras de Hobbes— de “continuo temor y peligro de muerte violenta [donde] la vida del hombre es solitaria, pobre, tosca, embrutecida y breve”. Consecuentemente, el cese de esta circunstancia debería ser materia de interés para todos. Pese a ello, las personas parecieran con sus actos demostrar la perversa e inaudita resolución de sabotear las tentativas enfocadas a la sofocación del estado de guerra. Aparentan tener más bien la iniciativa de atizar y dilatar la conflagración. A continuación nos valdremos de una observación cimentada en el statu quo del CVA para poner en evidencia esta paradoja, y luego daremos explicación a aquellas —en apariencia— torcidas y vesánicas conductas.
Todo residente del CVA que pudiera encontrarse en un nivel relativamente alto del recinto —un nivel al cual sí llega alimento— enfrenta una disyuntiva: ¿debería engullir con prodigalidad el cargamento de la plataforma o debería por el contrario hacer una ingesta frugal del mismo? Pues bien, ¿qué motivos hay para hacer lo uno y no lo otro? Centrémonos en la segunda alternativa —misma que, incidentalmente, es propuesta y promovida por Imoguiri—. La razón que la compañera de Goreng aduce para optar por un consumo mesurado no apela a la deliberación racional; no hace referencia a la consecución de un beneficio aparente. Se trata la suya de una postura que invoca una noción de responsabilidad moral para interpelar a la acción: dice que los ocupantes de cada planta cargan con el deber de velar por todas las plantas que se encuentran debajo de la suya.
Otro argumento que podría ser sostenido para hacer un llamado a la moderación es el que sigue: nadie cuenta con la certeza de no ser ubicado en una planta recóndita al mes siguiente, y por tanto es sensato ver la manera de amortiguar los males derivados de encontrarse en aquella situación. Se trata la exhortación correspondiente de una basada en la reciprocidad: mientras se tenga la oportunidad de permanecer en un nivel alto hay que abstenerse de hacer un consumo voraz, de manera que cuando los roles se intercambien y sea el prójimo quien se encuentre en una planta alta este haga un consumo parsimonioso que nos permita a nosotros el acceso a alimento. Bien mirado, el argumento que estamos invocando no es sino una paráfrasis del refrán hoy por ti, mañana por mí —una exhortación a actuar en favor del prójimo a condición de que el prójimo actúe a su vez en favor nuestro cuando así lo requiramos—.
Nótese que el precepto de cooperación social consistente en la limitación del consumo daría fin con su acatamiento a los problemas de escasez de las plantas profundas, lo cual a su vez acabaría con las disputas concomitantes a la exigüidad de alimento y permitiría a la postre que todos lleven una vida sosegada. Este artículo razonable de concordia cívica13, mismo que engendraría una paz próspera y perenne en caso de que todos se atuvieran a él, es cognoscible por medio del ejercicio de la razón. Por lo tanto —esto no lo decimos nosotros; lo dice Hobbes— el conocimiento de este no escapa a ningún ser humano. Dicho en otros términos: podemos contar con que los personajes de la película son capaces de identificar aquel precepto y advertir la idoneidad del mismo para resolver los más acuciantes problemas del CVA.
Permítasenos enfatizar que, pese a tratarse aquel de un precepto razonable que interpela a obrar en favor del prójimo, la deliberación que llevaría a su acatamiento en modo alguno lo supone adverso a la obtención de un beneficio personal. Conviene expresar el refrán subyacente del siguiente modo: hoy por ti siempre y cuando mañana sea por mí. No es esta una exhortación a limitar las raciones ingeridas por compasión desinteresada o porque tal pudiera ser el curso de acción moralmente virtuoso. Se trata, por el contrario, del reconocimiento de que tal acto habría de hacerse con el interés egoísta de la propia supervivencia en mente; la intención es —ya lo dijimos— amortiguar todos los males posibilitados por la contingencia de acabar siendo ubicado en una planta profunda. Motivos racionales para la adopción del precepto los hay, y por consiguiente tanto nobles como inescrupulosos deberían adoptarlo tras develar dichos motivos por medio de la deliberación. Sin embargo, he ahí la paradoja: nadie restringe su propio consumo.
La explicación de esta paradoja la hemos dejado entrever en la ilustración que dimos de la segunda premisa del comportamiento humano: no cabe esperar que iniciativa alguna de concertación de convenios pudiera llevarse a buen término en estado de naturaleza. Dicho estado no es otra cosa sino la ausencia de un ente soberano dotado de la potestad —así como el buen juicio— de proscribir dentro de su jurisdicción toda vulneración que se pudiera hacer contra la integridad física o contra el patrimonio material de cualquier persona. De entre los múltiples agravios de los que la autoridad rectora ampara a sus súbditos destaca la protección frente a la eventualidad de tomar parte en un trato donde la otra parte no cumple la obligación estipulada. Sin la defensa que el Soberano —con mayúscula, tal como Rawls lo escribe— proveería a este respecto no se puede contar con la certeza de que los individuos vayan a ceñirse a sus compromisos.
La concepción que Hobbes tiene del ser humano es que, si bien este con toda seguridad alberga in foro interno el anhelo de que los artículos razonables de concordia cívica sean acatados por todos, no se resuelve a tomar la decisión in foro externo de poner los mismos en práctica. El motivo tras ello es que la adopción unilateral de aquellos preceptos no es racional. A fin de que el individuo estime la decisión de colaborar como un dictamen racional —uno cuya adopción constituiría un progreso en la consecución de sus intereses fundamentales— es menester que este cuente con un aval que afiance y dé crédito a la presunción de que el prójimo también colaborará. El afianzamiento de dicha presunción puede ser satisfecho con la existencia de vínculos afectivos, conyugales, familiares, o de amistad entre las personas que dicen acceder a cooperar. Naturalmente, no se puede esperar tener tales vínculos con todas las personas con las que fuera necesario alguna vez acordar un arreglo. Por ello se requiere al Soberano; una autoridad que, a fuerza del temor que infunde con su capacidad para ejecutar sanciones, brinda confianza en que el prójimo será disuadido de incurrir en la inobservancia de las obligaciones contraídas en acuerdos de mutua colaboración. En resumidas cuentas: el Soberano dota a los preceptos razonables de un incentivo racional.
Con respecto a los residentes del CVA —retomando lo que motivó esta discusión en primer lugar—, cada uno toma la decisión de no constreñir su ingesta de alimento porque desconfía de que los demás vayan a poner en práctica la frugalidad. A propósito de esto, es pertinente recordar que el estado de guerra es la más exacerbada forma de la desconfianza. ¿Cómo se puede reclamar a un individuo poseído por una desconfianza superlativa y visceral que confíe en el resto? ¿Puede la solución a la desconfianza ser la realización de un acto de fe ciega? Goreng advierte estas dificultades y decide que no —que ningún tipo de exhortación (sea esta moral o racional) va a convencer a la gente de mesurarse; que la desconfianza no permitirá tal cosa—. Ya hacia el final de la película el protagonista toma las riendas del asunto en sus manos. Improvisa a partir de los travesaños del armazón de la cama un par de garrotes, y recluta a Baharat para que le asista en el esfuerzo que está por emprender. Acto seguido, ambos se montan en la plataforma con el objeto de descender y coaccionar a los ocupantes de los niveles por debajo del suyo a hacer un consumo mesurado, logrando con ello que por primera vez llegue comida hasta los más remotos niveles del CVA.
No daremos clausura a esta sección del ensayo sin antes afirmar que es racional suscribirse a la sumisión ante el Soberano una vez que el contrato social entra en vigencia. La puesta en vigor del contrato social no es sino la autorización que cada integrante de la sociedad concede al Soberano para que este pueda a modo de sanción privarle de sus derechos en caso de que aquel incurra en actos contrarios a la concordia cívica y la paz. Los individuos pueden hacer esta autorización unánime del Soberano por voluntad propia o bajo la coerción de una entidad que busca hacerse con el poder político. Pensándolo bien, en ambos casos la autorización del Soberano se hace bajo coerción —en el primero los horrores del estado de guerra hacen las veces de agente coactivo; en el otro aquella entidad desata horrores sobre la población con el objeto de coaccionar a todos a investirla de poder—.
El motivo por el que Goreng y Baharat hallan, en su descenso a través del CVA, una resistencia tenaz por parte de varias personas es que no se encuentran respaldados por un contrato social. La eficacia que ellos pudieran tener para sancionar la ingesta voraz de alimento está aún por conocerse —al fin y al cabo quién podría presumir que un par de sujetos que no cuentan siquiera con la autorización y el reconocimiento público de imponer castigos pudieran ser capaces de administrar justicia de manera eficaz—. El aspirante a Soberano precisa que le sea otorgada la prerrogativa de impartir justicia, y —reiterando lo dicho en el párrafo precedente— si es que los propios individuos no se resuelven a otorgársela entonces tendrá que granjearse esa resolución a fuerza de violencia y coerción. De ahí que Goreng y Baharat hagan una formidable exhibición de violencia en las primeras cincuenta plantas del CVA, golpeando con sus garrotes en la tapa de los sesos a todo aquel que no accede a su petición imperativa de ayuno14.
Hace falta dedicar una breve sección del ensayo al contrato social a fin de exponer qué obligaciones juzga Hobbes que los súbditos deben al Soberano para hacer plausible la vida en sociedad.
A modo de cierre y a la luz de todo lo discutido en el ensayo haremos la siguiente afirmación: si bien El Hoyo es un retrato fidedigno de la concepción hobbesiana del ser humano, ello no implica que se trate de una representación acertada de cómo es realmente el mismo. Una característica importante de nuestra especie —pasada por alto tanto por Thomas Hobbes como por los guionistas de la película— es la disposición a autolimitarnos por el mero hecho de reconocer que aquel es el curso de acción razonable y que por tanto su cumplimiento (pese incluso a que este pudiera suponer una renuncia a beneficios posteriores a corto o largo plazo) es de una imperiosidad inmanente a su razonabilidad —en otras palabras, no condicionada a motivo ulterior alguno—. Asimismo, también es pasado por alto el hecho de que a menudo las acciones que el prójimo hace en favor nuestro constituyen interpelación suficiente para inducirnos el deseo de devolverle el favor con un acto aproximadamente igual de bueno (a pesar de que pudiera ser factible no ser recíprocos con él y no enfrentar una sanción por ello).
Quien diga que no todos los seres humanos exhiben los rasgos expuestos arriba está en lo correcto, y de hecho aquella aseveración debe ser complementada con la observación de que quien pudiera en alguna oportunidad exhibir aquellas características bien podría no hacer con sus actos en todo momento un despliegue consistente de las mismas. Obsérvese, no obstante, que lo mismo es cierto en relación al comportamiento racional: no somos consistentes todo el tiempo con el dictamen de ser egoístas y de reservarnos la decisión de no actuar salvo exclusiva y únicamente cada vez que estimemos probable como resultado del aludido acto —cualquiera que este sea— la obtención de un beneficio o la elusión de un infortunio. Queda claro, por tanto, que el cuestionamiento que pudiera hacerse contra la noción de que el ser humano es irracional y razonable es exactamente el mismo que se puede alegar contra la afirmación de que somos, por el contrario, racionales e irrazonables.
John Rawls afirma que Hobbes no necesariamente despoja al ser humano de la capacidad de comportarse de manera razonable aun en contra de sus propios intereses. Lo que sí hace Hobbes es asegurar que el deseo de los seres humanos de asociarse entre sí no responde a un apego suficientemente fuerte o a una apreciable inclinación filantrópica; ni siquiera a un respeto elemental. Nuevamente, esto no equivale a negar que somos susceptibles de experimentar tales sentimientos; se trata más bien de la aseveración de que los mismos se experimentan en una medida débil y desdeñable17, y que por consiguiente estos no logran explicar por qué los seres humanos viven en sociedad. Lo que según Hobbes vendría a dar cuenta de la decisión de vivir en sociedad y adherirse a conductas razonables es la comprensión de que viviendo de ese modo (y con el amparo del Soberano) podemos granjearnos la disposición del prójimo a colaborar en la consecución del interés compartido de prolongar la vida y disfrutar de la misma. No obstante, Hobbes termina metiéndose en un embrollo: la suposición de que los sentimientos mencionados son superfluos e intrascendentes le obliga a teorizar que, en tanto haya individuos u organismos que gocen de similar grado de autonomía y que no se encuentren constreñidos por una instancia superior, el estallido del estado de guerra será inminente y ocurrirá ni bien surja un motivo de disputa. Luego, aquella instancia superior debe ser un Soberano que aglomere todo el poder político; una única y centralizada unidad gobernante que no halle parangón dentro de su jurisdicción.
Rawls sugiere que tomemos esta última (y no del todo atinada) consecuencia del pensamiento de Hobbes como una motivación para abordar enfoques que incorporen el deseo de autolimitación y la propensión a la reciprocidad. Concretamente, Rawls propone que procedamos con el estudio de la obra de John Locke. La teoría de este pensador no está tampoco exenta de cuestionamientos y objeciones18. Seguramente ninguna lo está, y ello es porque el comportamiento humano es un objeto de estudio sumamente complejo —a veces errático, otras veces completa o parcialmente determinado por condiciones circunstanciales difíciles de discernir y (si acaso pretendemos hacer un estudio empírico) difíciles también de reproducir en un laboratorio19—. Toda conjetura, teoría, o representación abstracta que pudiéramos hacer del ser humano irremediablemente incurrirá en una simplificación.
Lo anterior no debería desalentarnos de intentar elaborar teorías nuevas —o de, cuando menos, estudiar las ya existentes—. Si acaso a algo deberían motivarnos estas dificultades es a entablar el diálogo tanto entre colegas practicantes de una misma disciplina como con homólogos de otras especialidades. No olvidemos que son varias las disciplinas a las que les atañe e interesa el comportamiento humano en sociedad —la filosofía política, las ciencias sociales, la psicología social; inclusive las matemáticas (a través de la teoría de juegos)—. Tiene sentido pensar que nuestro entendimiento acerca de nosotros mismos será más rico conforme vayamos familiarizándonos con más puntos de vista que desafíen, corrijan (cuando sea necesario), y complementen nuestras preconcepciones.
Tras haber dado una sugerencia al lector de Hobbes daremos, por último, una dirigida al espectador de El Hoyo. Preste mucha atención a las tribulaciones de los residentes del Centro Vertical de Autogestión. No pierda de vista el hecho de que las mismas constituyen el aciago desenlace de la resolución de no mover ni tan siquiera un misericordioso dedo por el prójimo; la elección de condicionar por completo la prestación de ayuda a la obtención de una recompensa. Conducirse con arreglo a este egoísmo desenfrenado que no conoce escrúpulos20 y presumir, además, que todos se conducen de manera semejante es un defecto; una transgresión de la condición humana habitual —misma que sí contempla (al menos ocasionalmente) la asistencia y la prestación desinteresada de dádivas—. Este egoísmo anómalo y excesivo viene a corresponderse con lo que los milenarios dramaturgos griegos llamaban hybris (desmesura) —una desviación respecto al delicado equilibrio de las pasiones humanas—. Los griegos entendían que toda ostentación de desmesura acarrea un flagelo. Así pues, el flagelo asociado al egoísmo descarriado es la irrupción del calamitoso estado de guerra.
Afortunadamente no tenemos que experimentar en nuestra propia piel los estragos del paroxismo de la desconfianza para percatarnos de que llegar al mismo es un error. Observamos a los personajes de la película experimentarlos, y eso debería bastar para estimularnos a corregir aquellos atributos impuros que nos apartan de la vida en sociedad. Asimile e interiorice esta catarsis; purgue sus impurezas. Le instamos, en definitiva, a llevarse del largometraje una lección en materia cívica.
Este es un mérito del que la película ya no se puede preciar en la actualidad.↩︎
David Desola y Pedro Rivero.↩︎
Tal vez es más elocuente el aforismo those who live by the sword get shot by those who don’t —quien la hoja esgrime un disparo recibe—. Esta concisa pieza de sabiduría popular está también plasmada en una pintoresca escena de la película Indiana Jones y los cazadores del arca perdida.↩︎
Para mayor claridad téngase en cuenta que esta afirmación es equivalente a su contraposición lógica: una sociedad aún no civilizada no puede llegar a mercantilizarse (salvo que primero subsane aquella condición).↩︎
Son varias las dificultades derivadas del aislamiento. A modo de ilustración acá presentamos algunas: puesto que el individuo vivirá en una comunidad muy pequeña —conformada por él mismo y por sus familiares y allegados— la probabilidad de que alguno de los miembros de esta aldea dé con una innovación que potencie de manera sustancial la capacidad productiva es minúscula (lógicamente, esta probabilidad se vería acrecentada con el aumento de aldeanos dentro de la comunidad). Obsérvese, además, que seguramente un individuo que ha pasado toda su vida dentro de un pequeño e incomunicado asentamiento agrícola —es decir, un individuo que no conoce los frutos de la minería (los metales)— no podría concebir maquinaria y utensilios metálicos. A esto se aúna el hecho de que una baja productividad del trabajo obliga a destinar muchas horas a dicha actividad, recortando o incluso suprimiendo el tiempo que se podría dedicar a las modalidades creativas, innovadoras, e inventivas del ocio. En suma, el aislamiento es estancamiento.↩︎
Quizá esto se puede colegir a partir de la cita, pero lo diremos explícitamente para disipar ambigüedades: Hobbes entiende por justicia el honramiento de las promesas y la observancia de compromisos. En contraste, cuando nosotros mencionemos aquella palabra nos referiremos a la aplicación o administración de justicia —a la imposición y ejecución de castigos—.↩︎
Hemos tenido la osadía de presentar en nuestro ensayo una argumentación propia; distinta a la elaborada por Hobbes.↩︎
Podría objetarse que sí hay consecuencia: la posibilidad de que la vulneración que se cometiera despertase en un allegado de las víctimas el deseo de venganza. Realmente Hobbes no incorpora en su pensamiento aquella posibilidad, y la razón de ello quizá descansa sobre el hecho de que los allegados cercanos y familiares que cualquier persona pudiera tener en esta coyuntura tan estéril y tan precaria no serían muy numerosos —no lo suficientemente numerosos para amedrentar y disuadir a los bellacos de atacar a algún miembro de la comunidad—. Tal vez un individuo que se encuentre completamente aislado podría ser disuadido de manera efectiva de propinar un golpe a un aldeano de una comunidad (sabiendo que los supervivientes saldrían en busca de venganza). No lograría, empero, ser disuadida de esto una confederación de bribones capaz de no dejar ni un solo superviviente. Se ve que si acaso de algo serviría introducir la noción de venganza sería para proporcionarla como argumento de por qué las personas deberían confederarse y no dar golpes en solitario. No serviría para argumentar que el temor a la venganza disuadiría por completo del ejercicio de la violencia.↩︎
La extorsión pone la vida del extorsionador en peligro. Se trata de una especie de acuerdo: el extorsionador promete abstenerse de masacrar a los seres queridos del extorsionado a cambio de que este haga lo que aquel le indique. Puesto que nada obliga al extorsionador a honrar su palabra una vez el extorsionado concluye la obligación que aquel le impuso, este acabará con el extorsionador apenas tenga la oportunidad de hacerlo. Dicho en otros términos: recurrir a la extorsión no es sofocar una disputa; es, por el contrario, inducir una disputa adicional. Por tanto se trata —como cualquier otra disputa— de una ocasión para perder la vida. Luego, la extorsión no es realmente un curso de acción racional, salvo que el extorsionador tome previsiones para todas las contingencias.↩︎
Incluso si es que lograse apropiarse de ellas no contaría por sí mismo con la fuerza suficiente para defenderlas de futuros saqueadores.↩︎
Ahora bien, nada previene a quienes quisieran hacerlo de abordar la plataforma para descender a niveles inferiores. De hecho, el personaje de Miharu es conocido por hacer esto todo el tiempo.↩︎
Cada una de las cámaras de hormigón que conforman al Centro Vertical de Autogestión cuenta con un retrete y un lavabo instalados y operativos. De modo que, por si cabía duda al respecto, sí se tiene acceso a agua potable.↩︎
Este término es jerga de Rawls. Él lo reserva para referirse a las diecinueve leyes de naturaleza postuladas por Hobbes. Se tratan estas de prescripciones generales, válidas para todo contexto y situación. Vienen a ser las leyes de naturaleza unas pautas de las cuales se desprenden para cada contexto específico los preceptos razonables oportunos. Por ejemplo, el principio de hacer una ingesta frugal de alimento resulta no solo pertinente sino imprescindible para la instauración de la paz dentro de los confines del Centro Vertical de Autogestión, pero no es ni por asomo igual de acuciante en nuestro mundo actual. Por no tratarse dicho precepto de una norma suficientemente general, y por no figurar en la lista de las diecinueve leyes de naturaleza de Hobbes, Rawls no consentiría que tal es —en rigor— un artículo razonable de concordia cívica. No obstante, cierto es que el acatamiento del mismo representaría la consecución de la concordia cívica en el CVA; de ahí que nos permitamos el uso del término.↩︎
Dicho sea de paso, del mismo modo que un país requiere permanentemente a su Estado, el Centro Vertical de Autogestión requiere que todos los días esté presente una fuerza coercitiva que haga cumplir los artículos razonables de concordia cívica. No basta el esfuerzo que pudieran hacer Goreng y Baharat en un solo día, pero lamentablemente no es seguro que una vez concluida la faena puedan retornar a niveles altos para repetir al día siguiente el esfuerzo hecho el día anterior (esta vez permitiendo que coman los que el día anterior ayunaron). La plataforma asciende al cabo de cada día, trasladándose de manera veloz e impetuosa. Sobrevivir el ascenso depende de que la desaceleración de la plataforma sea paulatina. Si, por el contrario, la desaceleración es vertiginosa entonces sus tripulantes saldrán despedidos por efecto de la inercia, muriendo en el proceso. Sin duda, la incertidumbre respecto a si la iniciativa de Goreng y Baharat es cosa de un solo día contribuye al descrédito de la presunción de que ellos pudieran impartir justicia eficazmente.↩︎
En conformidad con la intención de Hobbes de brindar un conocimiento filosófico de la civilidad cabría esperar que él no pretenda convencernos de que el contrato social realmente tuvo lugar en algún momento de la historia. No termina de satisfacer a la intuición la idea de que alguna vez se congregó una asamblea espontánea integrada por todos y en la que cada quien aportó su firma a un documento oficial que compele a toda la población a acatar las seis cláusulas. En todo caso, Hobbes pretendería decir que las personas se comportan en sociedad como si hubieran celebrado el aludido contrato. Siendo así las cosas, no se pierde nada al suspender la incredulidad y asumir que la celebración del contrato sí tuvo lugar —al fin y al cabo, si bien es cierto que no contamos con evidencia para aceptar esa presunción, no contamos tampoco con evidencia para refutarla—. Haríamos bien en tomar el contrato social como una ficción inocua que permite a Hobbes proponer unos deberes cívicos y además hacernos evocar la puesta en vigor de los mismos.↩︎
El procedimiento a seguir para enmendar la constitución consiste en la elección democrática o convocación de un comité extraordinario, mismo que —en representación del pueblo— emprenderá las reformas a la carta magna.↩︎
La debilidad de estos sentimientos no necesariamente hace referencia a la intensidad de los mismos. Hobbes no necesita poner en entredicho nuestra capacidad de amar a alguna persona; le basta con señalar que la cobertura de esos afectos es limitada —esto es, que los mismos tan solo nos son suscitados por un puñado de personas—.↩︎
Rawls menciona que el pensamiento de Locke justifica la existencia de estratos dentro de la sociedad. Más aun: en la sociedad lockeana la batuta política es asida por los integrantes del estrato más alto (los terratenientes).↩︎
La única manera de saber a ciencia cierta si es que la tesis de Hobbes efectivamente se cumple bajo las condiciones del Centro Vertical de Autogestión sería sometiendo a un grupo de personas a aquellas condiciones. Esto plantea un dilema ético —¿es correcto en nombre del conocimiento llevar a cabo experimentos sociales de los que se sospecha que podrían ser perniciosos para los participantes?—. Muchos experimentos sociales son en la práctica irrealizables por esta misma razón (porque el daño que estos podrían ocasionar es de plano inaceptable o no es compensado por lo que se podría aprender a partir de ellos).↩︎
Afirmamos que carece de todo escrúpulo porque bajo ninguna circunstancia concede esta forma de egoísmo la exoneración del prójimo del requisito de brindar al individuo una ventaja o beneficio. Para mayor claridad: quien con arreglo a esta pauta egoísta se conduzca no contemplaría salvarle la vida gratuitamente al prójimo incluso aunque pudiera no estar en manos de nadie más la posibilidad de hacerlo. Puede que la supervivencia del prójimo dependa enteramente del individuo, pero este no intervendrá a no ser que logre convencerse de que obtendrá una retribución por ello.↩︎